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viernes, 15 de febrero de 2013

¿Dónde están tus amigos?

Carl Heinrich Bloch, (1834-1890): Mofándose de Jesús.

Está para pronunciarse la sentencia. Pilatos se burla: ecce rex vester! (Ioh XIX,14). 
Los pontífices responden enfurecidos: no tenemos rey, sino a César (Ioh XIX,15). 
¡Señor!, ¿dónde están tus amigos?, ¿dónde, tus súbditos? Te han dejado. Es una desbandada que dura veinte siglos... Huimos todos de la Cruz, de tu Santa Cruz. 
Sangre, congoja, soledad y una insaciable hambre de almas... son el cortejo de tu realeza.

(San Josemaría, Vía crucis, I estación, 4)

miércoles, 13 de febrero de 2013

Merecido aplauso

En varias ocasiones ha recordado Benedicto XVI que los aplausos en la celebración de la Eucaristía entorpecen la liturgia y desvían la atención de lo fundamental, que es la conmemoración del sacrifico incruento de Cristo en la cruz. Pero hoy, ha sido inevitable que miles de personas que abarrotaban la Basílica de san Pedro estallasen en aplausos tras las emocionadas palabras de agradecimiento que el Cardenal Bertone ha dirigido al Santo Padre al finalizar la Misa del Miércoles de ceniza.




Homilía pronunciada por el santo Padre:

¡Venerados hermanos, queridos hermanos y hermanas!:

Hoy, Miércoles de Ceniza, iniciamos un nuevo camino cuaresmal, un camino que se desgrana a lo largo de cuarenta días y nos conduce a la alegría de la Pascua del Señor, a la victoria de la Vida sobre la muerte. Siguiendo la antiquísima tradición romana de las estaciones cuaresmales, nos hemos reunido para la celebración de la Eucaristía
Tal tradición prevé que la primera estación tenga lugar en la Basílica de Santa Sabina sobre la colina del Aventino. Las circunstancias han sugerido reunirse en la Basílica Vaticana

Esta tarde somos numerosos en torno a la tumba del apóstol también para pedir su intercesión para el camino de la Iglesia en este particular momento, renovando nuestra fe en el Pastor Supremo, Cristo Señor
Para mí es una ocasión propicia para dar las gracias a todos, especialmente a los fieles de la Diócesis de Roma, mientas me dispongo a concluir el ministerio petrino, y para pedir un especial recuerdo en la oración. 

Las lecturas que han sido proclamadas nos ofrecen puntos que, con la gracia de Dios, estamos llamados a convertirse en actitudes y comportamientos concretos en esta Cuaresma. La Iglesia nos vuelve a proponer, sobre todo, el fuerte llamado que el profeta Joel dirige al pueblo de Israel: «Así dice el Señor: volvéos a mí con todo el corazón, con ayunos, con llantos y lamentos» (2,12). Hay que subrayar la expresión «con todo el corazón», que significa desde el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, de las raíces de nuestras decisiones, opciones y acciones, con un gesto de total y radical libertad. ¿Pero es posible esto retorno a Dios? Sí, porque hay una fuerza que no reside en nuestro corazón sino que mana del mismo corazón de Dios. Es la fuerza de su misericordia. 

Dice todavía el profeta: «Volved al Señor, vuestro Dios, porque Él es misericordioso y piadoso, lento a la ira, de gran amor, pronto a arrepentirse ante el mal» (v.13). La vuelta al Señor es posible como ‘gracia’, porque es obra de Dios y fruto de la fe que nosotros depositamos en su misericordia. Pero este volver a Dios se hace realidad concreta en nuestra vida sólo cuando la gracia del Señor penetra en lo profundo y lo sacude donándonos la fuerza de «lacerar el corazón». 

Es el profeta una vez más que hace resonar da parte de Dios estas palabras: "Rasgad los corazones, no las vestiduras" (v.13). En efecto, también en nuestros días, muchos están listos para "rasgarse las vestiduras" ante escándalos e injusticias –cometidas naturalmente por otros–, pero pocos parecen dispuestos a actuar sobre el propio “corazón”, sobre la propia conciencia y sobre las propias intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y convierta. Aquel "convertíos a mí de todo corazón", es una llamada que no solo implica al individuo, sino a la comunidad. 

Hemos escuchado siempre en la primera Lectura: "Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión; congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos, congregad a muchachos y niños de pecho; salga el esposo de la alcoba" (vv.15-16). La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la vida cristiana. Cristo ha venido "para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Cfr. Jn 11, 52). 
El "Nosotros" de la Iglesia es la comunidad en la que Jesús nos reúne (Cfr. Jn 12, 32): la fe es necesariamente eclesial. Y esto es importante recordarlo y vivirlo en este tiempo de la Cuaresma: que cada uno sea consiente que el camino penitencial no lo enfrenta solo, sino junto a tantos hermanos y hermanas, en la Iglesia

 El profeta, en fin, se detiene sobre la oración de los sacerdotes, los cuales, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigen a Dios diciendo: "¡No entregues tu herencia al oprobio, y que las naciones no se burlen de ella! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: Dónde está su Dios?" (v.17). 
Esta oración nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y de vida cristiana de cada uno y de nuestras comunidades para manifestar el rostro de la Iglesia y cómo, algunas veces este rostro es desfigurado. Pienso, en particular, en las culpas contra la unidad de la Iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial. 

Vivir la Cuaresma en una comunión eclesial más intensa y evidente, superando individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están alejados de la fe o los indiferentes. "¡Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación!" (2 Co 6, 2). 

Las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Corinto resuenan también para nosotros con una urgencia que no admite omisiones o inercias. El término “éste” repetido tantas veces dice que este momento non se debe dejar escapar, se nos ofrece como ocasión única e irrepetible. Y la mirada del Apóstol se concentra en el compartir, con el que Cristo ha querido caracterizar su existencia, asumiendo todo lo humano hasta hacerse cargo del mismo pecado de los hombres. La frase de san Pablo es muy fuerte: Dio "Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro"

Jesús, el inocente, el Santo, «Aquél que no conoció el pecado" (2 Co 5, 21), asume el peso del pecado compartiendo con la humanidad el resultado de la muerte, y de la muerte en la cruz. La reconciliación que se nos ofrece ha tenido un precio altísimo, el de la cruz levantada en el Gólgota, donde fue colgado el Hijo de Dios hecho hombre. En esta inmersión de Dios en el sufrimiento humano en el abismo del mal está la raíz de nuestra justificación. 

El "volver a Dios con todo nuestro corazón" en nuestro camino cuaresmal pasa a través de la Cruz, el seguir a Cristo por el camino que conduce al Calvario, al don total de sí. Es un camino en el cual debemos aprender cada día a salir cada vez más de nuestro egoísmo y de nuestro ensimismamiento, para dejar espacio a Dios que abre y transforma el corazón. Y san Pablo recuerda que el anuncio de la Cruz resuena también para nosotros gracias a la predicación de la Palabra, de la que el mismo Apóstol es embajador; un llamado para nosotros, para que este camino cuaresmal se caracterice por una escucha más atenta y asidua de la Palabra de Dios, luz que ilumina nuestros pasos. 
En la página del Evangelio de Mateo, del llamado Sermón de la Montaña, Jesús se refiere a tres prácticas fundamentales previstas por la Ley mosaica: la limosna, la oración y el ayuno; son también indicadores tradicionales en el camino cuaresmal para responder a la invitación de "volver a Dios de todo corazón". Pero Jesús subraya que la calidad y la verdad de la relación con Dios son las que califican la autenticidad de todo gesto religioso.
Por ello Él denuncia la hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparentar, las conductas que buscan aplausos y aprobación. El verdadero discípulo no se sirve a sí mismo o al “público”, sino a su Señor, en la sencillez y en la generosidad: "Y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará" (Mt 6,4.6.18). 

Nuestro testimonio, entonces, será más incisivo cuando menos busquemos nuestra gloria y seremos conscientes de que la recompensa del justo es Dios mismo, el estar unidos a Él, aquí abajo, en el camino de la fe, y al final de la vida, en la paz y en la luz del encuentro cara a cara con Él para siempre (Cfr. 1 Co 13, 12). 

Queridos hermanos y hermanas, comencemos confiados y alegres este itinerario cuaresmal. Que resuene fuerte en nosotros la invitación a la conversión, a "volver a Dios de todo corazón", acogiendo su gracia que nos hace hombres nuevos, con aquella sorprendente novedad que es participación en la vida misma de Jesús. Nadie, por lo tanto, haga oídos sordos a esta llamada, que se nos dirige también en el austero rito, tan sencillo y al mismo tiempo tan sugestivo, de la imposición de las cenizas, que realizaremos dentro de poco.

¡Que nos acompañe en este tiempo la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo del Señor! 

¡Amén!

martes, 12 de febrero de 2013

Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2013

Queridos hermanos y hermanas: 

La celebración de la Cuaresma, en el marco del Año de la fe, nos ofrece una ocasión preciosa para meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en Dios, el Dios de Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a los demás. 

1. La fe como respuesta al amor de Dios 

En mi primera Encíclica expuse ya algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre estas dos virtudes teologales, la fe y la caridad. Partiendo de la afirmación fundamental del apóstol Juan: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él» (1 Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva... Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro» (Deus caritas est, 1). 

La fe constituye la adhesión personal ―que incluye todas nuestras facultades― a la revelación del amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo

El encuentro con Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino también el entendimiento: «El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Sin embargo, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por “concluido” y completado» (ibídem, 17). De aquí deriva para todos los cristianos y, en particular, para los «agentes de la caridad», la necesidad de la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad» (ib., 31a).
El cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor ―«caritas Christi urget nos» (2 Co 5,14)―, está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo (cf. ib., 33). Esta actitud nace ante todo de la conciencia de que el Señor nos ama, nos perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los pies de los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz para atraer a la humanidad al amor de Dios.

«La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor... La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz ―en el fondo la única― que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar» (ib., 39). Todo esto nos lleva a comprender que la principal actitud característica de los cristianos es precisamente «el amor fundado en la fe y plasmado por ella» (ib., 7). 



2. La caridad como vida en la fe 

Toda la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el «» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20). 

Cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a Él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con Él, en Él y como Él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).

La fe es conocer la verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad (cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos de Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30). 

3. El lazo indisoluble entre fe y caridad 

A la luz de cuanto hemos dicho, resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver en ellas un contraste o una «dialéctica».
Por un lado, en efecto, representa una limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando las obras concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico.
Por otro, sin embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad y de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe. Para una vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo moralista. 

La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios. En la Sagrada Escritura vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-4).
Allesandro Allori, (1535-1607): Jesús con Marta y María, 1605.
En la Iglesia, contemplación y acción, simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta y María, deben coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42). La prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia general 25 abril 2012).
A veces, de hecho, se tiene la tendencia a reducir el término «caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es precisamente la evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna acción es más benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio, introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más alta e integral de la persona humana.

Como escribe el siervo de Dios el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, es el anuncio de Cristo el primer y principal factor de desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de cada hombre (cf. Caritas in veritate, 8). 
En definitiva, todo parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante el anuncio del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto ―indispensable― con lo divino, capaz de hacernos «enamorar del Amor», para después vivir y crecer en este Amor y comunicarlo con alegría a los demás. 

A propósito de la relación entre fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de san Pablo a los Efesios resumen quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10). Aquí se percibe que toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las obras de la caridad. Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede abundantemente. 

Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos virtudes se necesitan recíprocamente. La cuaresma, con las tradicionales indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas del ayuno, de la penitencia y de la limosna. 

4. Prioridad de la fe, primado de la caridad 

Como todo don de Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1 Co13), ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6), y que nos hace decir: «¡Jesús es el Señor!» (1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co 16,22; Ap 22,20). 

La fe, don y respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado, adhesión plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de que precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo personal y existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial para con Dios y fraterna para con todo hombre (cf. Rm 5,5). 

La relación entre estas dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía.
El bautismo (sacramentum fidei) precede a la Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está orientado a ella, que constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente, la fe precede a la caridad, pero se revela genuina sólo si culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación de la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe llegar a la verdad de la caridad («saber amar a Dios y al prójimo»), que permanece para siempre, como cumplimiento de todas las virtudes (cf. 1 Co13,13). 

Queridos hermanos y hermanas, en este tiempo de cuaresma, durante el cual nos preparamos a celebrar el acontecimiento de la cruz y la resurrección, mediante el cual el amor de Dios redimió al mundo e iluminó la historia, os deseo a todos que viváis este tiempo precioso reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de amor por el Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en nuestra vida. 
Por esto, elevo mi oración a Dios, a la vez que invoco sobre cada uno y cada comunidad la Bendición del Señor

Vaticano, 15 de octubre de 2012 .

BENEDICTUS PP. XVI 

 © Copyright 2012. Libreria Editrice Vatican.

viernes, 26 de febrero de 2010

Puesta a punto

Dice el refrán que "el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra". La experiencia demuestra, que no sólo 2, sino en muchas ocasiones metemos la pata.
Los católicos tenemos la suerte de poder acudir al sacramento de la confesión siempre que nos haga falta. Instaurado por Jesucristo, sabemos que el mismo Dios nos perdona a través del sacerdote.
Me gusta imaginármelo como un padre que limpia las heridas a su hijo pequeño después de una caída, lo abraza, lo mima. ¡Y a seguir jugando!

La cuaresma es un buen momento para hacer examen de conciencia y plantearnos una puesta a punto. La paz que queda después, merece la pena el esfuerzo.

La Archidiócesis de Boston ha elaborado un vídeo donde se explican los pasos a seguir para hacer una buena confesión:

domingo, 15 de marzo de 2009

Lo que vale la pena

Dicen que lo que cuesta vale la pena. No estoy de acuerdo. Sí que pienso que todo lo que vale la pena, cuesta. No es un trabalenguas; me explico: a veces perdemos tiempo y energías, en cosas insustanciales. Somos capaces de los mayores sacrificios por estar en forma, guap@s y saludables. Algo estupendo, por cierto; pero todo pasa, y si algo deja el paso del tiempo son arrugas y exceso de piel colgante.

Mientras que un pequeño sacrificio, como los que nos enseñan que es bueno practicar en Cuaresma, nos puede parecer algo obsoleto: cosas como el ayuno o la limosna. Benedicto XVI nos pide a los católicos que en esta Cuaresma ayunemos de televisión e internet. Evidentemente, si de la televisión podemos prescindir, de internet no tanto por motivos laborales, pero sí que se puede acortar el tiempo de ocio ante el ordenador.

¿Qué sentido tiene todo esto? No es masoquismo. Prescindir de cosas innecesarias o necesarias a veces, nos hace ser más libres. Y si además lo ofrecemos a Dios por tantas cosas y personas que lo necesitan, será nuestra alma la que esté en forma.

Aprieta el calor en el sur. A veces el pequeño sacrificio puede ser prescindir de una coca-cola. Y no perder el tiempo en cosas que no valen la pena. Para muestra, un ratón:

miércoles, 25 de febrero de 2009

Otro soneto

Esta vez de Fray Miguel de Guevara. Porque hoy, los católicos celebramos el Miércoles de Ceniza, comienzo de la Cuaresma.



No me mueve mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infiero tan temido,
para dejar, por eso, de ofenderte.



Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.


Muéveme, en fin, tu amor de tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara,
y aunque no hubiera infierno te temiera



no me tienes que dar porque te quiera,
porque aunque lo que espero no esperara
lo mismo que te quiero te quisiera.