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viernes, 1 de febrero de 2013

La conversión de Paul Claudel

"El hombre se forma interiormente con el ejercicio y se forja respecto a lo exterior mediante choques", (Art poétique). Estas palabras de Paul Claudel definen admirablemente lo que fue la esencia de la vida de este gran poeta y dramaturgo francés. En ellas está fijada su trayectoria vital en toda su síntesis y profundidad.

Claudel luchó durante su existencia en la búsqueda de su verdadera vida, pero también fue la misma vida la que le golpeó encaminándole por sendas y cimas que jamás hubiera alcanzado por su propio pie.

Nació en 1868. Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas, después empezó la carrera diplomática, representando a su país brillantemente por todo el mundo.
Hijo de un funcionario y de una campesina, fue el más pequeño de una familia compuesta por dos hermanas más. Un ambiente familiar muy frío le lleva a replegarse sobre sí mismo y, como consecuencia, a iniciarse en la creación poética. 

También incidirá con fuerza en su espíritu el ambiente materialista y ateo de Francia en su época. Las lecturas de Renan, Zola.,y especialmente su paso por el liceo Louis-le-Grand y la visión de la muerte de su abuelo, crean en él un estado de angustia en el que la única certeza es la de la nada en el más allá. Allí se hunde en el pesimismo y la rebeldía.
En medio de ese aire enrarecido y de esa ausencia de horizontes, el joven Claudel busca aire desesperadamente: le llegan bocanadas en la música de Beethoven, y de Wagner, en la poesía de Esquilo, Shakespeare, Baudelaire; y, de repente, la luz de Arthur Rimbaud, un espíritu hermano del suyo, pero que le abría inmensas perspectivas a su vida más profunda y personal que hasta ese momento desconocía. Pero su habitual estado de ahogo y desesperación continuó siendo el mismo.

En la Navidad de 1886 un acontecimiento cambiará su vida. Él mismo narrará, veintisiete años después, lo sucedido:


Piedad de Notre Dame de París


"Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.

Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: "¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!". Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción.


Notre Dame de París

¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas! Dios las había dejado desdeñosamente allí donde estaban y yo no veía que pudiera cambiarlas en nada. La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. 

El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido simplemente es que había salido de él. Un ser nuevo y formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba. La única comparación que soy capaz de encontrar, para expresar ese estado de desorden completo en que me encontraba, es la de un hombre al que de un tirón le hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y mis gustos era lo más repugnante, resultaba ser, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que de buen o mal grado tenía que acomodarme. ¡Ah! ¡Al menos no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible!

Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar, una tras otra, las armas que de nada me servían. 
Esta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: 

"El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres. ¡Dura noche!". Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe, no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar -así lo pensaba- si volvía a la verdad, me retraían de todo.

Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa por las calles lluviosas que me parecían ahora tan extrañas, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado en cierta ocasión a mi hermana Camille. Por primera vez escuché el acento de esa voz tan dulce y a la vez tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba incluso que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea, desmentía, con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata y me abrían los ojos. Cierto, lo reconocía con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios. Era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación. ¡Ah!, no necesitaba que nadie me explicara qué era el Infierno, pues en él había pasado yo mi "temporada". Esas pocas horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de revelárseme?" (Ma conversion. 10-13.)

Una carta de 1904 a Gabriel Frizeau demuestra que el recuerdo de ese instante de Navidad estaba ya fijado entonces: 

"Asistía a vísperas en Notre-Dame, y escuchando el Magnificat tuve la revelación de un Dios que me tendía los brazos".
"Así hablaba en mí el hombre nuevo. Pero el viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él. ¿Debo confesarlo? El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y decírselo a mis padres... manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos, me producía un sudor frío. Y, de momento, me sublevaba, incluso, la violencia que se me había hecho. Pero sentía sobre mí una mano firme.
No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico. (...) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!".

Paul-André Lesort: Claudel visto por sí mismo.

martes, 6 de marzo de 2012

Madre, sólo vengo a contemplarte

´

La Vierge à midi.

Il est midi. Je vois l’église ouverte. Il faut entrer.
Mère de Jésus-Christ, je ne viens pas prier.

Je n’ai rien à offrir et rien à demander.
Je viens seulement, Mère, pour vous regarder.

Vous regarder, pleurer de bonheur, savoir cela
que je suis votre fils et que vous êtes là.

Rien que pour un moment pendant que tout s’arrête.
Midi!
Être avec vous, Marie, en ce lieu où vous êtes.

Ne rien dire, regarder votre visage,
laisser le coeur chanter dans son propre langage,

ne rien dire, mais seulement chanter
parce qu’on a le coeur trop plein,

comme le merle qui suit son idée
en ces espèces de couplets soudains.

parce que vous êtes belle,
parce que vous êtes immaculée,
la Femme dans la Grâce enfin restituée,

la Créature dans son honneur premier
et dans son épanouissement final,
telle qu’elle est sortie de Dieu
au matin de sa splendeur originale.

Intacte ineffablement
parce que vous êtes la Mère de Jésus-Christ,
Qui est la vérité entre vos bras,
et la seule espérance et le seul fruit.

Parce que vous êtes la Femme,
l’Éden de l’ancienne tendresse oubliée,
dont le regard trouve le coeur
tout– à-coup et fait jaillir les larmes accumulées,

parce que vous m’avez sauvé,
parce que vous avez sauvé la France,
parce qu’elle aussi, comme moi,
pour vous fut cette chose à laquelle on pense,

parce qu’à l’heure où tout craquait,
c’est alors que vous êtes intervenue,
parce que vous avez sauvé la France une fois de plus,

parce qu’il est midi, parce que nous sommes
en ce jour d’aujourd’hui,

parce que vous êtes là pour toujours,
simplement parce que vous êtes Marie,
simplement parce que vous existez,

Mère de Jésus-Christ, soyez remerciée!

(Paul Claudel)

jueves, 23 de julio de 2009

Alegres



“Junto al segundo pilar del coro, a la derecha del lado de la sacristía». Recuerda el lugar con toda exactitud años después. En un día de Navidad, Paul Claudel tuvo una experiencia que transformó su vida. Fue una iluminación instantánea que le abrió rotundamente, a él que se movía en la increencia, a una fe confiada. La razón que le impulsó a creer, fue así de sencilla: «Las gentes que creen son felices». No tuvo necesidad de romper ninguna estructura del positivismo que le encerraba. Simplemente la abandonó; se salió de ella.

Dejar transparentar la alegría –segundo fruto del espíritu que posee quien vive en la fe– sigue siendo hoy un gran testimonio. De modo semejante a cómo la luz brilla más en la oscuridad nocturna, la alegría es más notoria en un ambiente de tedio, miedo o mal humor. La alegría es el talante de quien vive gozosamente, con profundidad cristiana las alegrías, pacientemente las dificultades, esperanzadamente el dolor, estribando esa alegría en su confianza en Dios: es la fe hecha vida.

En el extremo opuesto están los que se sienten avergonzados o acomplejados de transparentar la fe en su vida ante el ateo o el agnóstico, como si en algo le superaran en cuanto tales. Una u otra postura tienen mucho que ver con la profundidad y tensión en la vida interior: la del Espíritu en nuestra alma. En una conciencia creyente, pero donde la imagen de Dios es oscurecida o mutilada, no hay capacidad de provocar el interrogante, desde la alegría existencial, a quien se debate en la increencia.

Por el Card. Ricardo Mª CARLES en www.larazon.es