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miércoles, 9 de noviembre de 2011

Salve, Señora, de tez morena


El 9 de noviembre de 1085, la Madre de Dios quiso hacerse la encontradiza con el pueblo de Madrid, iniciando así una historia de amor que dura ya 926 años.

Por aquella época -corría el año 1085-, los vecinos de la Villa de Madrid andaban huérfanos de Madre. Hacía ya dos años que el rey Alfonso VI había reconquistado la ciudad, pero la imagen de Santa María que presidía la anterior iglesia en la ciudadela, convertida en mezquita hacia el 916, seguía sin aparecer. Cundía la desazón entre el pueblo, hasta tal punto que el propio rey se afanó en buscar la imagen, para que la iglesia de Santa María recuperara a la única y añorada Dueña del lugar. Y para conseguirlo recurrió a rogativas y procesiones, convencido de que una madre siempre responde a la llamada del hijo.

Como era de esperar, la Virgen se hizo la encontradiza con los madrileños, irrumpiendo a escasos metros de donde transcurría una procesión, posiblemente a la altura de la antigua muralla árabe, en una de las actuales curvas de la Cuesta de la Vega. Y, de repente, el otoño se hizo primavera en Madrid, en aquel frío domingo de noviembre, cuando una parte del muro de la muralla se derrumbó y ahí apareció la imagen de Santa María, incluso con los dos cirios encendidos -como afirma una tradición- con los que había sido ocultada. Es la lógica aplastante de una madre. Si ella era la luz, esos cirios tenían que estar encendidos. Santa María de la Almudena se encargaría de dar calor de madre a todos los que se acercaran a su regazo dentro y fuera de la Villa de Madrid a lo largo de los siglos.

La historia de Santa María La Real de La Almudena

¿Y qué hijo no se entusiasma conociendo más de cerca la historia de su madre? El Vicario episcopal para la Vida consagrada y canónigo de la catedral de Madrid, don Joaquín Martín Abad, ha escrito un magnífico libro -Santa María La Real de La Almudena-, en el que relata todos los pormenores históricos, artísticos y espirituales sobre la advocación, la imagen y el templo de quien ha robado el corazón de los madrileños y luce con todos los honores el título de Patrona de Madrid.
En el prólogo de este libro, el cardenal arzobispo de Madrid, don Antonio María Rouco Varela, recuerda que, desde los primeros tiempos de su existencia, la Iglesia en Madrid está vinculada inseparablemente a la Virgen María.
Conmueve pensar en la cantidad de confidencias, peticiones y agradecimientos que habrá escuchado Santa María la Real de La Almudena a lo largo de estos más de 9 siglos. Ante ella rezaron san Isidro y santa María de la Cabeza, y ante ella acaban de postrarse tantos miles de jóvenes de todo el mundo que, durante la pasada JMJ, se habrán llevado a sus hogares la mirada sonriente de esa Virgen de tez morena, atajo seguro para llegar al Hijo.

La Virgen que derriba muros

Tal como recuerda don Joaquín Martín Abad en este libro, otro 9 de noviembre, esta vez en el año 1989, caía el muro de Berlín. Algunos lo llamarán caprichos del destino, pero para muchos otros se trata de una nueva caricia de madre, que después de vivir casi 4 siglos separada de los que tanto quería, quiso que ningún otro muro privara de libertad a aquellos hijos suyos alemanes. Aunque desde el primer momento era la Reina de los madrileños, su coronación llegó en el año 1948.

En la colegiata de San Isidro, que hacía las veces de catedral, esperó con impaciencia aquella espléndida jornada del 15 de junio de 1993, en la que el Beato Juan Pablo II dedicó la catedral de Santa María la Real de la Almudena. Allí, enmarcada por la filigrana del Maestro Juan de Borgoña, la Virgen no sólo sostiene al Niño, sino que parece como si nos invitara a cogerlo en nuestros brazos, a jugar con Él. Porque sólo Ella sabe que, haciéndonos como niños, aprenderemos a amar como hacen los niños, eso sí, bien asidos de su mano para que ningún obstáculo nos separe jamás del Hijo. Que nadie se confunda. El camino más corto pasa por la Almudena. Felicidades a todos los madrileños.

Eva Fernández en alfayomega.es

domingo, 28 de junio de 2009

Madrid



Agua limpia, Madrid, para tus ojos limpios,
mientras que te despiertan los trenes y los pájaros.
Tienen prisa los días cuando buscan contigo
la ropa de los lunes en la estación de Atocha
y el mar de los veranos en las flores de plástico.

Cielos limpios, Madrid, para tu sol de invierno.
Yo me como las eses, pero me siento tuyo,
y soy azul sin nubes, igual que los plurales,
igual que el viento sur sobre las carreteras,
como la cortesía de la palabra mundo.

Barra libre, Madrid, para el desconocido
que duerme en la mañana y conspira en la noche.
Y bienaventurados los que temen al campo,
los que viajan en metro, los que paran un taxi,
los que nunca se pierden en la paz del desorden.

Los últimos amigos han cerrado la puerta.
Buenas noches, Madrid, otro whisky con hielo.
Agradezco tus ascuas a los pies del balcón.
Brindemos por la luz rota de las estrellas
que hace guardia en las casas a través de los sueños.

Luis García Montero. Vista cansada.

domingo, 25 de enero de 2009

Madrid a la luna

Apasionada de la literatura costumbrista, releo a Mesonero Romanos. Añorando a mi ciudad de adopción, no me resisto a copiar aquí un prescioso fragmento de sus Escenas Matritenses.

Madrid a la luna



En el silencio oscuro su belleza
desnuda de afeitadas fantasías
le descubre al pintor naturaleza.
(Pablo de Céspedes)



Madrid es para mí un libro inmenso, un teatro animado, en que cada día encuentro nuevas páginas que leer, nuevas y curiosas escenas que observar. Algunos años van trascurridos desde que cansado de estudiar mentalmente en dicho libro, cedí a la fuerte tentación de leerlo en alta voz, quiero decir, de comunicar al público mis menguadas observaciones; y sin embargo, todavía no encuentro agotada la materia, antes bien los límites del campo que me tracé, cada día se retiran a mi vista, en términos que primero que el espacio entiendo que han de faltarme las fuerzas para recorrerlo.
En esta animada óptica, en este panorama moral, unas veces me ha tocado contemplar sus cuadros a la brillante luz del sol del medio día, otras al dudoso reflejo del crepúsculo de la tarde; cuándo embalsamados con el suave ambiente de primavera; cuándo entristecidos por las densas nubes invernales; ya inmensos, agitados y magníficos; ya reducidos a límites estrechos y grotescas figuras.
Pero hasta el día (lo confieso con rubor) no había parado la imaginación en uno de los más interesantes espectáculos, y estaba muy lejos de sospechar que en aquella misma hora en que apagando mi linterna y cerrando el ventanillo, me entregaba tranquilamente a ordenar en mi memoria cualquiera de las escenas anteriores, la naturaleza próvida e infatigable me brindaba con una de las más interesantes y magníficas, esto es, Madrid iluminado por la luna.

Si yo fuera partidario de la escuela rancia, no dejaría de empezar aquí mi narración por un brillante apóstrofe a la señora Diana, con el ¡Oh tú! de costumbre, y suplicándola que suspendiendo por aquella noche su rato de bureo con el consabido pastorcillo cazador, tuviese a bien prestarme su influjo y su rayo macilento para dibujar un cuadro tan pálido y dormilón como ella misma.

O bien, siguiendo el moderno estilo, me dejaría de apóstrofes y de deidades paganas, y encaramándome a una altura (la de San Blas por ejemplo) miraría dibujarse en el espacio, y a la luz del astro de la noche, las elevadas cúpulas de la capital; mi imaginación las prestaría vida, y convirtiéndolas en gigantescos monstruos, miraríalas levantarse, mirar, tocar las nubes y dirigir sus fatídicos agüeros al pueblo incauto que se agitaba a sus pies, y que probablemente seguiría tranquilo su camino sin escucharlas ni entenderlas.

Cualquiera de estos dos extremos prestaría sin duda interés a mi discurso, y convertiría hacia él la atención de mis oyentes; pero así creo en las visiones fantásticas como en las deidades de la mitología, y eso me dan las metamorfosis de Ovidio como los monstruos de Víctor Hugo; porque en la luna sólo tengo la desgracia de ver la luna, y en las torres las torres, y en el pueblo de Madrid una reunión de hombres y de calles y de casas que se llaman la muy noble, muy leal, muy heroica, imperial y coronada villa y corte de Madrid.