martes, 12 de febrero de 2013

Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2013

Queridos hermanos y hermanas: 

La celebración de la Cuaresma, en el marco del Año de la fe, nos ofrece una ocasión preciosa para meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en Dios, el Dios de Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a los demás. 

1. La fe como respuesta al amor de Dios 

En mi primera Encíclica expuse ya algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre estas dos virtudes teologales, la fe y la caridad. Partiendo de la afirmación fundamental del apóstol Juan: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él» (1 Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva... Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro» (Deus caritas est, 1). 

La fe constituye la adhesión personal ―que incluye todas nuestras facultades― a la revelación del amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo

El encuentro con Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino también el entendimiento: «El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Sin embargo, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por “concluido” y completado» (ibídem, 17). De aquí deriva para todos los cristianos y, en particular, para los «agentes de la caridad», la necesidad de la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad» (ib., 31a).
El cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor ―«caritas Christi urget nos» (2 Co 5,14)―, está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo (cf. ib., 33). Esta actitud nace ante todo de la conciencia de que el Señor nos ama, nos perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los pies de los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz para atraer a la humanidad al amor de Dios.

«La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor... La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz ―en el fondo la única― que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar» (ib., 39). Todo esto nos lleva a comprender que la principal actitud característica de los cristianos es precisamente «el amor fundado en la fe y plasmado por ella» (ib., 7). 



2. La caridad como vida en la fe 

Toda la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el «» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20). 

Cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a Él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con Él, en Él y como Él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).

La fe es conocer la verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad (cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos de Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30). 

3. El lazo indisoluble entre fe y caridad 

A la luz de cuanto hemos dicho, resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver en ellas un contraste o una «dialéctica».
Por un lado, en efecto, representa una limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando las obras concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico.
Por otro, sin embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad y de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe. Para una vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo moralista. 

La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios. En la Sagrada Escritura vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-4).
Allesandro Allori, (1535-1607): Jesús con Marta y María, 1605.
En la Iglesia, contemplación y acción, simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta y María, deben coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42). La prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia general 25 abril 2012).
A veces, de hecho, se tiene la tendencia a reducir el término «caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es precisamente la evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna acción es más benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio, introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más alta e integral de la persona humana.

Como escribe el siervo de Dios el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, es el anuncio de Cristo el primer y principal factor de desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de cada hombre (cf. Caritas in veritate, 8). 
En definitiva, todo parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante el anuncio del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto ―indispensable― con lo divino, capaz de hacernos «enamorar del Amor», para después vivir y crecer en este Amor y comunicarlo con alegría a los demás. 

A propósito de la relación entre fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de san Pablo a los Efesios resumen quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10). Aquí se percibe que toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las obras de la caridad. Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede abundantemente. 

Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos virtudes se necesitan recíprocamente. La cuaresma, con las tradicionales indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas del ayuno, de la penitencia y de la limosna. 

4. Prioridad de la fe, primado de la caridad 

Como todo don de Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1 Co13), ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6), y que nos hace decir: «¡Jesús es el Señor!» (1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co 16,22; Ap 22,20). 

La fe, don y respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado, adhesión plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de que precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo personal y existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial para con Dios y fraterna para con todo hombre (cf. Rm 5,5). 

La relación entre estas dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía.
El bautismo (sacramentum fidei) precede a la Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está orientado a ella, que constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente, la fe precede a la caridad, pero se revela genuina sólo si culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación de la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe llegar a la verdad de la caridad («saber amar a Dios y al prójimo»), que permanece para siempre, como cumplimiento de todas las virtudes (cf. 1 Co13,13). 

Queridos hermanos y hermanas, en este tiempo de cuaresma, durante el cual nos preparamos a celebrar el acontecimiento de la cruz y la resurrección, mediante el cual el amor de Dios redimió al mundo e iluminó la historia, os deseo a todos que viváis este tiempo precioso reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de amor por el Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en nuestra vida. 
Por esto, elevo mi oración a Dios, a la vez que invoco sobre cada uno y cada comunidad la Bendición del Señor

Vaticano, 15 de octubre de 2012 .

BENEDICTUS PP. XVI 

 © Copyright 2012. Libreria Editrice Vatican.

lunes, 11 de febrero de 2013

Gracias, Santo Padre


Discurso de renuncia de Benedicto XVI:

Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia

Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. 

Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. 

Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado. 

Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice

Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos. 
Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice

Por lo que a mí respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria. 

 Vaticano, 10 de febrero 2013. 

BENEDICTUS PP XVI

viernes, 8 de febrero de 2013

Carta abierta a Rajoy

Por Benigno Blanco, Presidente del Foro Español de la Familia, en ABC (5 de febrero).

Querido Presidente: te escribo con la seguridad de que te preocupas de verdad por las cosas importantes que caen bajo tu responsabilidad. El motivo es la reciente STC sobre la ley de 2005 que suprimió el matrimonio, para equipararlo a las uniones de personas del mismo sexo. Como sabes, esta sentencia afirma que la opción legislativa de 2005 es constitucional, pero tan constitucional como la vigente hasta ese año. Es decir, según el TC, corresponde al legislador decidir en esta materia.

Sé, porque tú lo has dicho públicamente, que en tu opinión la mejor opción normativa, la más justa, es reservar el matrimonio para la unión hombre-mujer, regulando en paralelo las situaciones creadas al margen de la específica estructura matrimonial. Sé que das tanta importancia a esta cuestión que visitaste a Zapatero para proponerle esta solución. Sé que apoyaste el recurso de inconstitucionalidad contra la ley de 2005 en plena coherencia con tus convicciones personales. 

(...) Te escribo porque, atendidos tus pronunciamientos públicos previos en la materia y la postura del PP en el Parlamento en 2005, conociendo el sentir de esa mayoría social que está comprometida con el matrimonio y creía de buena fe que el PP representaba políticamente esta opinión favorable al matrimonio, me siento -nos sentimos muchos- profundamente desconcertado y decepcionado por la postura inicialmente expresada por tu Gobierno de dar por intocable la ley de 2005 una vez que el TC se ha pronunciado. (...) Me parece poco responsable escudarse en el TC para no mojarse en tema tan importante, cuando éste lo que ha dicho es que quienes tienen que decidir son los legisladores.

(...) En otras áreas de gobierno estás demostrando una admirable independencia de criterio frente a los grupos de presión y un encomiable compromiso con el interés general al margen de cálculos cortoplacistas sobre el impacto de tus decisiones en la opinión publicada y en los resultados electorales. Por eso, no entiendo que en el tema del matrimonio, y sin explicación alguna, abanderes ahora las posiciones de Zapatero que tanto criticaste hace muy poco tiempo.

(...) Por todo lo anterior, te escribo esta carta pública: para pedirte que seas leal a tus convicciones públicamente manifestadas en diversas ocasiones y promuevas el restablecimiento del matrimonio en nuestras leyes.

(...) En caso de no atender mi petición porque hayas cambiado de opinión sobre estas cuestiones, te solicito que nos expliques a todos públicamente las razones de tu cambio de criterio para que podamos valorar tus motivaciones. Creo que lo que te pido entra dentro de la más elemental lealtad entre gobernantes y gobernados, entre electores y elegidos; y por ello estoy seguro de que atenderás mi petición.

Con el afecto de siempre, recibe un abrazo.

martes, 5 de febrero de 2013

La rama



Canta en la punta del pino

un pájaro detenido,

trémulo, sobre su trino.



Se yergue, flecha, en la rama,

se desvanece entre alas

y en música se derrama.



El pájaro es una astilla

que canta y se quema viva

en una nota amarilla.



Alzo los ojos: no hay nada.

Silencio sobre la rama,

sobre la rama quebrada


Octavio Paz


sábado, 2 de febrero de 2013

Cántico de Simeón

He aquí, había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, y este hombre era justo y piadoso; esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba sobre él. A él le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes que viera al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, entró en el templo; y cuando los padres trajeron al niño Jesús para hacer con él conforme a la costumbre de la ley, Simeón le tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo:

Rembrandt: Presentación de Jesús en el templo.

Ahora, Señor, según tu promesa, 
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador, 
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones 
y gloria de tu pueblo Israel. 
  
(Lc 2, 25-32)

Aert de Gelder, (1645–1727): Cántico de Simeón.

viernes, 1 de febrero de 2013

La conversión de Paul Claudel

"El hombre se forma interiormente con el ejercicio y se forja respecto a lo exterior mediante choques", (Art poétique). Estas palabras de Paul Claudel definen admirablemente lo que fue la esencia de la vida de este gran poeta y dramaturgo francés. En ellas está fijada su trayectoria vital en toda su síntesis y profundidad.

Claudel luchó durante su existencia en la búsqueda de su verdadera vida, pero también fue la misma vida la que le golpeó encaminándole por sendas y cimas que jamás hubiera alcanzado por su propio pie.

Nació en 1868. Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas, después empezó la carrera diplomática, representando a su país brillantemente por todo el mundo.
Hijo de un funcionario y de una campesina, fue el más pequeño de una familia compuesta por dos hermanas más. Un ambiente familiar muy frío le lleva a replegarse sobre sí mismo y, como consecuencia, a iniciarse en la creación poética. 

También incidirá con fuerza en su espíritu el ambiente materialista y ateo de Francia en su época. Las lecturas de Renan, Zola.,y especialmente su paso por el liceo Louis-le-Grand y la visión de la muerte de su abuelo, crean en él un estado de angustia en el que la única certeza es la de la nada en el más allá. Allí se hunde en el pesimismo y la rebeldía.
En medio de ese aire enrarecido y de esa ausencia de horizontes, el joven Claudel busca aire desesperadamente: le llegan bocanadas en la música de Beethoven, y de Wagner, en la poesía de Esquilo, Shakespeare, Baudelaire; y, de repente, la luz de Arthur Rimbaud, un espíritu hermano del suyo, pero que le abría inmensas perspectivas a su vida más profunda y personal que hasta ese momento desconocía. Pero su habitual estado de ahogo y desesperación continuó siendo el mismo.

En la Navidad de 1886 un acontecimiento cambiará su vida. Él mismo narrará, veintisiete años después, lo sucedido:


Piedad de Notre Dame de París


"Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.

Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: "¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!". Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción.


Notre Dame de París

¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas! Dios las había dejado desdeñosamente allí donde estaban y yo no veía que pudiera cambiarlas en nada. La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. 

El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido simplemente es que había salido de él. Un ser nuevo y formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba. La única comparación que soy capaz de encontrar, para expresar ese estado de desorden completo en que me encontraba, es la de un hombre al que de un tirón le hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y mis gustos era lo más repugnante, resultaba ser, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que de buen o mal grado tenía que acomodarme. ¡Ah! ¡Al menos no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible!

Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar, una tras otra, las armas que de nada me servían. 
Esta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: 

"El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres. ¡Dura noche!". Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe, no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar -así lo pensaba- si volvía a la verdad, me retraían de todo.

Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa por las calles lluviosas que me parecían ahora tan extrañas, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado en cierta ocasión a mi hermana Camille. Por primera vez escuché el acento de esa voz tan dulce y a la vez tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba incluso que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea, desmentía, con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata y me abrían los ojos. Cierto, lo reconocía con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios. Era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación. ¡Ah!, no necesitaba que nadie me explicara qué era el Infierno, pues en él había pasado yo mi "temporada". Esas pocas horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de revelárseme?" (Ma conversion. 10-13.)

Una carta de 1904 a Gabriel Frizeau demuestra que el recuerdo de ese instante de Navidad estaba ya fijado entonces: 

"Asistía a vísperas en Notre-Dame, y escuchando el Magnificat tuve la revelación de un Dios que me tendía los brazos".
"Así hablaba en mí el hombre nuevo. Pero el viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él. ¿Debo confesarlo? El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y decírselo a mis padres... manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos, me producía un sudor frío. Y, de momento, me sublevaba, incluso, la violencia que se me había hecho. Pero sentía sobre mí una mano firme.
No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico. (...) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!".

Paul-André Lesort: Claudel visto por sí mismo.

martes, 29 de enero de 2013

Jardín de invierno


Llega el invierno. Espléndido dictado
me dan las lentas hojas
vestidas de silencio y amarillo.

Soy un libro de nieve,
una espaciosa mano, una pradera,
un círculo que espera,
pertenezco a la tierra y a su invierno.


Creció el rumor del mundo en el follaje,
ardió después el trigo constelado
por flores rojas como quemaduras,
luego llegó el otoño a establecer
la escritura del vino:
todo pasó, fue cielo pasajero
la copa del estío,
y se apagó la nube navegante.

Yo esperé en el balcón tan enlutado,
como ayer con las yedras de mi infancia,
que la tierra extendiera
sus alas en mi amor deshabitado.


Yo supe que la rosa caería
y el hueso del durazno transitorio
volvería a dormir y a germinar:
y me embriagué con la copa del aire
hasta que todo el mar se hizo nocturno
y el arrebol se convirtió en ceniza.

La tierra vive ahora
tranquilizando su interrogatorio,
extendida la piel de su silencio.


Yo vuelvo a ser ahora
el taciturno que llegó de lejos
envuelto en lluvia fría y en campanas:
debo a la muerte pura de la tierra
la voluntad de mis germinaciones.

Pablo Neruda


domingo, 27 de enero de 2013

Hoy nació el genio

El 27 de enero de 1756 venía al mundo Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart, (Wolfy para los amigos). Así que no puedo dejar pasar esta fecha sin un recuerdo para uno de los más grandes de la historia de la música.